Recomiendo este libro, es CF pero novela de adulto, adulto. Calificada como novela filosófica de ciencia ficción, Nada o muy poco que ver con las películas. Sugiero que primero te informes un poco de ella y luego te bajes el sampler y leas la introducción, que es muy buena,
Te dará que pensar… otras especies, mente, sueños, deseos, ciencia,…
en el seno del equipo científico se produjo una escisión entre dos grupos enfrentados. El objeto de la discordia era el océano que cubría el planeta. Basándose en los análisis, el inmenso mar fue considerado por consenso una formación orgánica (en aquel entonces nadie se atrevía a llamarlo «viviente»). Pero, mientras los biólogos lo concebían como una formación primitiva —una especie de sincitio gigantesco, una célula líquida de tamaño monstruoso (la denominaron «formación prebiológica») que había cubierto el globo entero con un abrigo gelatinoso, cuya profundidad alcanzaba en ocasiones varios kilómetros—, los astrónomos y los físicos consideraron que debía de tratarse de una estructura altamente organizada que, quizás, superaba, en cuanto a complejidad a los organismos terrestres a la hora de poder influir de manera activa en la formación de la órbita planetaria. Lo cierto es que no se halló ninguna otra causa que explicara el extraño comportamiento de Solaris; además, los astrofísicos descubrieron la relación entre ciertos procesos del océano plasmático y el potencial gravitatorio, medido localmente, que variaba según el llamado «metabolismo» oceánico. Por tanto, los físicos, y no los biólogos, formularon la paradójica expresión «máquina plasmática», refiriéndose a una formación desde nuestro punto de vista quizás inanimada, pero capaz, no obstante, de emprender acciones intencionadas a escala —digámoslo desde el principio— astronómica.
A causa de esta disputa en la que, como un remolino, se vieron implicadas durante semanas las autoridades más célebres, la doctrina de Gamow-Shapley se tambaleó por primera vez en ochenta años. Durante algún tiempo, hubo intentos de defenderla mediante una teoría que alegaba que el océano no tenía nada que ver con la vida, que ni siquiera era una formación «para-», o bien «pre-biológica», sino más bien una formación geológica, seguramente increíble, pero que solo era capaz de fijar la órbita de Solaris mediante cambios en su fuerza gravitatoria; con este motivo, se citó el principio de Le Chatelier. En contra de dicha postura, de corte conservador, surgieron otras hipótesis; pongamos como ejemplo una de las mejor documentadas: la de Civita-Vitta, según la cual el océano era el resultado de un desarrollo dialéctico: desde su forma primigenia, el preocéano, una solución de cuerpos químicos que reaccionaban perezosamente, logró —bajo la presión de las condiciones (o sea, los cambios en la órbita que amenazaban su existencia), y sin la intermediación de los distintos grados del desarrollo terrestre, saltándose por tanto las fases de creación de los protistas y los metazoos, la eclosión vegetal y animal, así como la aparición del sistema nervioso y el cerebro— evolucionar inmediatamente a la fase de «océano homeostático». En otras palabras, no se fue adaptando durante millones de años a su entorno (como sí hicieron los organismos terrestres) para desembocar, transcurrido ese largo periodo de tiempo, en una especie racional, sino que enseguida controló su entorno, sin apenas fases intermedias. Era una idea bastante original, pero seguía sin saberse de qué manera una gelatina almibarada era capaz de estabilizar la órbita de un cuerpo celeste. Desde hacía casi un siglo, se conocían aparatos capaces de crear campos de fuerza y por ende gravedad —los llamados gravitadores—, pero nadie conseguía imaginarse cómo una pegajosa sustancia amorfa conseguiría los mismos resultados que los gravitadores, que se fundaban en complicadas reacciones nucleares y que requerían altísimas temperaturas. En los periódicos de la época, extasiados por aquel entonces —e instigados por la curiosidad de sus lectores y por la perplejidad de los científicos— ante las más rebuscadas ideas sobre lo que se conoció como el «misterio de Solaris», tampoco faltaron teorías que aseguraban que el océano intraplanetario era una especie de primo lejano de las anguilas eléctricas terráqueas. Cuando se consiguió por fin desentrañar el enigma, al menos en parte, resultó que la explicación resultante vino a arrojar —como ocurriría más tarde con todo lo relativo a Solaris— una incógnita quizás más sorprendente todavía que la anterior. Las investigaciones demostraron que el océano no funcionaba según el mismo principio que nuestros modernos gravitadores (lo cual, de todas formas, resultaría físicamente imposible), sino que era capaz de modelar directamente la métrica del espacio-tiempo, lo cual, entre otras cosas, producía, en el mismo meridiano de Solaris, desviaciones en las mediciones de tiempo. Por lo tanto, el océano no solo conocía de algún modo las consecuencias derivadas de la teoría de Einstein-Boevy, sino que también sabía ponerlas en práctica, al contrario que nosotros.
la sistemática del planeta-organismo, En realidad, no todo el mundo estaba de acuerdo en que se tratara de un «ser» como tal, por no hablar de si era posible considerar un océano como un ser inteligente. Introduje con estrépito el tomo en el estante y saqué el siguiente, que constaba asimismo de dos partes. La primera estaba consagrada a los resúmenes de los protocolos de todas aquellas iniciativas experimentales cuyo objetivo último había sido intentar establecer contacto con el océano. Aquel intento llegó a constituir, lo recuerdo muy bien, una fuente de interminables anécdotas, burlas y bromas durante mis estudios; la escolástica medieval en su conjunto parecía un discurso de claridad prístina que brillaba por su obviedad frente a la enorme jungla de especulaciones que aquella cuestión llegó a generar.